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El último testimonio de Gilberto Rodríguez Orejuela: “Son peores los delincuentes de cuello blanco”

En unas memorias póstumas, el jefe del cartel de Cali repasa su vida desde que era un joven domiciliario hasta que dirigió un imperio de tráfico de cocaína y se enfrentó a Pablo Escobar

Oficiales de policía escoltan a Gilberto Rodríguez Orejuela, en Bogotá, Colombia, el 3 de diciembre de 2004
Oficiales de policía escoltan a Gilberto Rodríguez Orejuela, en Bogotá, Colombia, el 3 de diciembre de 2004JOHN WILSON VIZCAINO (AP)
Emma Jaramillo Bernat

Más que a la cárcel o a la muerte, Gilberto Rodríguez Orejuela le temía a la pobreza. En las memorias que escribió en prisión, publicadas este mes por la editorial Aguilar, la pobreza lo ronda una y otra vez, como un fantasma. “Sin dinero nada es bonito. Ser pobre es desastroso”, relata. Aunque explica que sacar a su familia de la miseria fue la razón que lo llevó a convertirse en uno de los mayores capos de la mafia colombiana, en el libro no se justifica ni se victimiza; simplemente cuenta su vida. Acepta que ese fue el camino que eligió, y por el que pagó las consecuencias: una condena de 30 años en Estados Unidos por lavado de dinero e importación de cocaína. Confiesa que, pese a que hubiera querido tener una vida menos oscura, si volviera a nacer en las mismas circunstancias, lo haría de nuevo. Peores que él, asegura, “son los delincuentes de cuello blanco que sin recato y pudor estuvieron a nuestra sombra”.

En Gilberto según Rodríguez Orejuela, como se titula su manuscrito, relata cómo pasó de ser un joven mensajero de la droguería La Perla, en Cali, a un narcotraficante que logró infiltrar la política, el fútbol y hasta la policía, y mimetizarse en cocteles entre grandes empresarios. No le faltaba instinto, ni inventiva: su negocio funcionaba con una logística impecable, y con la garantía de la palabra empeñada. Se describe como un hombre que hizo de su palabra “un sello, y de la lealtad un código”, en contraposición a Pablo Escobar, a quien califica como un desequilibrado mental que puso a todos los narcotraficantes en la mira de las autoridades colombianas y estadounidenses. Mientras Richard Nixon declaraba su famosa guerra contra las drogas, Rodríguez Orejuela llenaba las calles de Nueva York de cocaína. No en vano en el mundo del crimen era conocido como El ajedrecista.

Rodríguez Orejuela pensaba con cabeza fría, y sabía que las guerras no se ganaban con balas sino con información, dinero e inteligencia. Eran los tiempos en que las investigaciones se hacían con binoculares, en los que los delincuentes hablaban en teléfonos públicos con palabras clave, y burlaban a las autoridades con disfraces o pasaportes falsos. Esos elementos, según relata, así como la jugosa recompensa que entregaron, fueron los que permitieron la captura de Pablo Escobar, en un trabajo conjunto entre el cartel de Cali y las autoridades. “Al día siguiente, ¡vaya sorpresa!, el objetivo ya éramos nosotros. Los que un día consideramos ‘aliados’ comenzarían a perseguirnos”. Fue entonces cuando comprendió que el interés por encontrar vías para su sometimiento y el dinero entregado a políticos, militares y policías había sido en vano.

Algunos de los episodios narrados por el narcotraficante tienen un aire de persecución policiaca y de novela gangster, y son los puntos más altos del relato. En otros fragmentos, sin embargo, se hace más difícil percibir su voz narrativa, en medio de los permanentes intercambios entre el uso de la primera y la tercera persona, un recurso que hace que el relato pierda credibilidad, y del que no se le da claridad al lector. Su pluma, sin embargo, se afina cuando habla del hambre que pasó cuando era niño: “No recuerdo qué fue lo que me pasó, pero, por el sol y por el hambre, me desmayé en plena calle (...) Es curioso que allí, en la 14 con Novena, muchos años después, iba a inaugurar la primera farmacia de lo que sería la cadena de droguerías más grande del país”. Como el mayor de seis hermanos, y luego el padre de siete hijos, consideraba que salir de la miseria era una “responsabilidad con la sangre”. Nada estaba por encima de la familia.

Vio de nuevo a su madre preparando una olla de sopa sin carne, solo con papa y plátano, y luego sirviéndola antes de despacharlos para la escuela. Muchas veces la sopa no alcanzaba para ella y entonces se quedaba sin comer. Ese era uno de los recuerdos que más lo atormentaban. Tenía mucha razón su mamá cuando decía: ‘Cuando los hijos comen, a uno no le da hambre’.
Gilberto Rodríguez Orejuela

“Siempre me escucharon hablando de amor”, escribe el jefe del cartel de Cali. Aunque también da pinceladas sobre sus partes más oscuras. Nunca le negó un favor a nadie, pero tampoco le tembló la voz para ordenar alguna muerte: “¡Hagan lo que crean correcto!”, o “Usted sabe qué hay que hacer”, eran las frases sutiles con las que les daba la instrucción a sus hombres. Rodríguez Orejuela era un hombre de contradicciones. Mientras vigilaba cómo se encaletaba cocaína en una camioneta, leía Los miserables, de Víctor Hugo. O estudiaba a Hemingway y hacía los trámites para patentar dos jarabes al tiempo que buscaba nuevas rutas para ampliar el mercado estadounidense.

Como era de esperarse, el libro destapa la caja de Pandora —que se abre de cuándo en cuándo— sobre la relación entre la política y el narcotráfico. Su nombre, junto con el de su hermano Miguel, acaparó titulares de prensa en la década de los noventa, cuando estalló el llamado proceso 8.000, un caso judicial contra el entonces presidente Ernesto Samper, acusado de recibir financiación del narcotráfico para su campaña. En el texto, Rodríguez no aporta datos ni detalles novedosos. Zanja el asunto diciendo que la historia “ya fue contada por los señores Santiago Medina y Fernando Botero [quienes aceptaron el ingreso del dinero y señalaron al presidente de saberlo]”, y que “a la hora de la verdad, [Samper] hasta sería el que menos recibió”. Curiosamente, en el relato él resulta ser el expresidente mejor librado. Al liberal César Gaviria y al conservador Andrés Pastrana, en cambio, se refiere en peores términos.

Su debilidad era el Partido Liberal, aunque dice haber dado dinero a políticos de otras tendencias. Entre las muchas anécdotas del libro, relata que cuando era niño Gaitán frotó su cabeza. Cuenta que “su padre, Carlos Rodríguez, fue vecino y amigo de Jorge Eliécer Gaitán, en la mejor época del caudillo, y siguió sus ideas”. En los ochenta y noventa, cuando a las manos de Gilberto llegaban millones de dólares —el número exacto ni él mismo se atreve a cuantificarlo— recibía constantes llamadas de políticos que querían financiación para sus campañas. “Nos dimos a la tarea de entregar plata a diestra y siniestra por todo tipo de favores, al político de turno, a funcionarios, al fiscal o al juez”, comenta Rodríguez Orejuela, al punto de que con Miguel llegaron a sentirse como “hermanitas de la caridad”. Sin embargo, después de su captura, muy rara vez el teléfono volvió a sonar.

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Sobre la firma

Emma Jaramillo Bernat
Es periodista de la edición de El PAÍS en Colombia. Ha trabajado en 'El Tiempo', como editora web, y en la Agencia Anadolu, de Turquía, como jefe de corresponsales para Latinoamérica. Graduada de Comunicación Social de la Universidad Javeriana de Bogotá y máster en Creación Literaria de la Universitat Pompeu Fabra.
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